«Crímenes sin víctimas» llama a esos y análogos supuestos una corriente contemporánea del pensamiento anglosajón, representada básicamente por juristas y sociólogos. En esencia, esa corriente viene a considerar que la ley positiva puede transgredirse de dos formas: atentando contra la integridad física o patrimonial de las personas, y atentando contra la autoridad de ciertas orientaciones. El primer tipo de crimen lo padecemos nosotros mismos, como hombres que detentan una vida y llegan a poseer por medios pacíficos ciertas cosas; el segundo sólo podemos padecerlo por vía de escándalo, al ofender nuestro pudor atentados contra ciertas entelequias —Dios, la Bandera, la Nación, alguna Iglesia, las Buenas Costumbres, la Salud Pública, el Sano Juicio, etc.— que se reputan víctimas de desacato como podrían serlo un magistrado concreto o un específico agente del orden. Dada la naturaleza inmaterial o simbólica de tales cosas, la agresión será necesariamente metafórica, y sólo el castigo alcanzará el plano de lo real. Cabe dudar de que cosas tales como Dios o la Nación sufran verdadero menoscabo debido a palabras o escritos, y no es menos problemático que lo divino o la comunidad política salgan ganando con quemas masivas de hechiceros o prácticas bélicas contra vecinos; lo que no parece discutible es el potencial de abuso aparejado a la defensa de entes análogos. Constatamos, por ejemplo, que desde los romanos en adelante el crimen contra la salus publica —aparentemente uno de los menos metafóricos— ha sido cajón de sastre para cristianos, paganos, magos, lujuriosos, revolucionarios, socialtraidores y hasta mendigos; de hecho, ya en el 186 a.C. el senadoconsulto sobre bacanales que exterminó a diez mil personas con procedimientos sumarísimos se amparaba en necesidades de salubridad general, a las que recurrió también Hitler para cazar judíos. En curioso contraste, fenómenos como Chernobil o Bhopal son accidentes en vez de atentados contra la salud pública.
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«Crímenes sin víctimas» llama a esos y análogos supuestos una corriente contemporánea del pensamiento anglosajón, representada básicamente por juristas y sociólogos. En esencia, esa corriente viene a considerar que la ley positiva puede transgredirse de dos formas: atentando contra la integridad física o patrimonial de las personas, y atentando contra la autoridad de ciertas orientaciones. El primer tipo de crimen lo padecemos nosotros mismos, como hombres que detentan una vida y llegan a poseer por medios pacíficos ciertas cosas; el segundo sólo podemos padecerlo por vía de escándalo, al ofender nuestro pudor atentados contra ciertas entelequias —Dios, la Bandera, la Nación, alguna Iglesia, las Buenas Costumbres, la Salud Pública, el Sano Juicio, etc.— que se reputan víctimas de desacato como podrían serlo un magistrado concreto o un específico agente del orden. Dada la naturaleza inmaterial o simbólica de tales cosas, la agresión será necesariamente metafórica, y sólo el castigo alcanzará el plano de lo real. Cabe dudar de que cosas tales como Dios o la Nación sufran verdadero menoscabo debido a palabras o escritos, y no es menos problemático que lo divino o la comunidad política salgan ganando con quemas masivas de hechiceros o prácticas bélicas contra vecinos; lo que no parece discutible es el potencial de abuso aparejado a la defensa de entes análogos. Constatamos, por ejemplo, que desde los romanos en adelante el crimen contra la salus publica —aparentemente uno de los menos metafóricos— ha sido cajón de sastre para cristianos, paganos, magos, lujuriosos, revolucionarios, socialtraidores y hasta mendigos; de hecho, ya en el 186 a.C. el senadoconsulto sobre bacanales que exterminó a diez mil personas con procedimientos sumarísimos se amparaba en necesidades de salubridad general, a las que recurrió también Hitler para cazar judíos. En curioso contraste, fenómenos como Chernobil o Bhopal son accidentes en vez de atentados contra la salud pública.